
Releo a Edgar Allan Poe, muerto borracho como vivió borracho la vida entera y el cóctel explosivo de autodestrucción y creatividad del autor de “El barril de amontillado” me despierta nostalgia por tantos otros escritores extremos que desde sus nada ejemplares vidas supieron escribir muchas de las mejores páginas de la historia de la literatura: desde el Baudelaire que en Francia elogiaba su genio, a la devoción por la absenta de Rimbaud y Verlaine; alcohólicos célebres como Henry Miller o Bukowski, yonquis como William Bourroughs o ya entre nosotros, amantes de la disipación etílica como Barral, Gil de Biedma, Benet… por no mencionar ejemplos vivos. Por qué en tantos casos la insatisfacción connatural a la búsqueda artística precisa combinarse con la anestesia del alcohol o las drogas quizás no necesite justificarse. Como suele decirse, las obras que de verdad importan se escriben con la vida de uno y no a base de teclado o lecturas. En ese club de grandes malditos, hace unos años despedimos a Francisco Casavella, el autor de El día del watusi, ya eternamente joven como los dioses premian a sus protegidos, aunque en el desafuero de vivir existen formas de autodestruirse bien contemporáneas y sorprendentes: ahí está el caso de Stieg Larsson y su trilogía de éxito cósmico, cuya muerte, a los cincuenta años, más que a la mala vida parece haberse debido a las 16 0 18 horas que pasaba diariamente, no de taberna en taberna, sino sentado frente a su ordenador. “Nevermore”, diría Poe.
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