Poca gente se acuerda hoy de Chung Kuo ( “China”, en mandarín) el documental de más de cuatro horas que Michelangelo Antonioni grabó en China en 1972, en plena Revolución Cultural. Un documental que ocupa un lugar destacado en la trama de UN JARDÍN EN SHANGHÁI, sobre todo por la controversia en que se vio envuelto. Como parte de los intelectuales europeos que entonces le apoyaban con entusiasmo, Antonioni recibió la invitación personal de Mao para rodar allí durante más de ocho semanas con unas facilidades hasta entonces negadas a cualquier medio de comunicación extranjero. Para entonces el autor de La Aventura, El Desierto Rojo o Zabriskie Point tenía ya cincuenta y nueve años y la campaña que en la propia China se desencadenó tras su estreno en Roma en 1974 supuso uno de las grandes desengaños de su vida. Por todas partes proliferaron los dazibaos acusando al documental de contra revolucionario y Chung Kuo no pudo verse en Pekín hasta que en 2004 el PCCh organizó un pase en desagravio al que asistió un Antonioni nonagenario y enmudecido por la paraplejia. El porqué de semejante desencuentro sino-occidental ya fue analizado en su momento por personalidades de la talla de Susan Sontag o Umberto Eco. UN JARDÍN EN SHANGHÁI cuenta la experiencia de visionarlo hoy, en la China potencia capitalista del siglo veintiuno.
«En casa, como despedida a quien tan a contracorriente se empecinaba en mantenerse fiel a aquellos viejos tiempos, veo de un tirón Chung Kuo. El documental sobre la Revolución Cultural que quince años atrás yo había soñado hacer con material de archivo, sin saber que Antonioni ya la había rodado in situ, mientras se estaba desarrollando. ¿Pero fue la realidad de la Revolución Cultural lo que filmó, o le dejaron filmar a Antonioni? No había vuelto a verlo desde que Leifeng me lo devolviera y el visionado, tras sus críticas, no puede ser igual. No es que ahora dejen de ser visibles sus buenas intenciones. La escasa locución siempre es respetuosa, incluso admirativa, con el proceso revolucionario en curso, pero las imágenes a menudo parecen contar otra cosa. “Los chinos son los protagonistas de esta historia. No pretendemos explicar China, sólo queremos observar este gran mosaico de caras, gestos y gentes…”, anuncia, apenas comenzado, en la plaza emblemática de Tiananmen. Desde luego lo cumple. Los primeros planos de gentes anónimas en casa o en el trabajo, ya sean campos o fábricas, en mercados o escuelas, deambulando por caminos o calles, dominan por entero las cuatro horas de una grabación en la que no hay una sola entrevista, no ya a un alto dirigente, ni siquiera a un responsable de fábrica o comuna agrícola. Seguramente porque era consciente de que todo lo que podrían decirle sería inevitablemente propagandístico. En las imágenes de la plaza de Tiananmen, tan denostadas luego por el comité de policías encargados de vigilarla, vemos flamear banderas rojas, reconocemos los grandes retratos de Marx, Engels, Lenin y Stalin enmarcando el de Mao, único retratado que sobrevive hoy, pero es verdad que no hay mucha épica. La cámara se demora retratando familias campesinas llegadas de provincias lejanas que visitan la plaza y se fotografían en ella como recuerdo. No se muestran desfiles ni las demostraciones de masas que tantas veces debieron llenarla y que a los dirigentes de la época les hubiese gustado que filmase. Sólo hombres y mujeres sencillos que, aunque orgullosos de lo que simboliza, también parecen cohibidos de estar allí, a las puertas de una Ciudad siempre Prohibida, en una plaza que para ellos sigue personificando el poder, por popular que ahora se defina. Con Mao todavía vivo, pero ya “midiéndose con la muerte”, Tiananmen aún no se ha convertido en mausoleo donde albergar su tumba, pero el ambiente parece anticiparlo.
Cámara en mano, el pequeño equipo de filmación de Antonioni viaja a una Gran Muralla libre de los agobios del turismo de masas de hoy, donde jóvenes guardias rojos uniformados se fotografían en parejas o en grupos. Se adentra en una humilde vivienda, en la que un matrimonio de trabajadores cocina al alimón un pescado, en la pequeña sala que sirve al mismo tiempo de dormitorio, salón y cocina, con un busto de Mao por único adorno. Se demora más tarde largo rato en una escuela donde niños y niñas con trenzas y pompones, de apenas cinco o seis años, bailan y cantan una canción revolucionaria muy popular entonces, cuyo estribillo, se nos informa, dice: “la navegación depende del timonel, la revolución del presidente Mao”. Pasan luego a filmar la pausa del almuerzo en una fábrica de hilaturas de algodón, que los trabajadores aprovechan como sesión de formación: mientras comen arroz o fideos, leen las noticias de un diario en común, discuten cuestiones de producción y las últimas orientaciones del partido, aunque como la propia voz de Antonioni señala, “discutir no discuten, porque todos están de acuerdo en contribuir a la revolución mundial”. No lejos de Pekín, un grupo de guapas universitarias, todas con pantalón y camisolas de algodón y sombreros de paja que las uniformizan, marcan el paso, desfilando con azadones al hombro. Van camino de cumplir su cuota solidaria de tareas agrícolas, ayudando a los campesinos de una aldea próxima. Los monitores que dan voces de mando y vigilan su marcialidad son todos hombres, pero la cámara de Antonioni apenas se fija en ellos. Recorre en cambio con lenta morosidad las facciones de las muchachas, el ovalo de sus caras, los ojos oblicuos, la bonita y tímida sonrisa que esbozan, a veces un simple gesto huidizo, cuando descubren que están siendo filmadas. No es la primera vez que lo hará. A lo largo de todo el documental, entre las personas anónimas retratadas, sea en fábricas, en parques públicos o en la calle, son las mujeres chinas, y entre ellas siempre las más guapas y fotogénicas, quienes parecen atraer como un imán la cámara de Antonioni. Nada extraño en un cineasta con una portentosa habilidad para hacer aflorar la belleza más íntima de las actrices que protagonizaron sus películas. Jane Birkin, Vanessa Redgrave, Maria Schneider… y por encima de todas ellas, su gran musa, Mónica Vitti. Pero en Chung Kuo las mujeres que su cámara intenta desnudar no son actrices. Son muchachas del pueblo que circulan en bicicleta, estudiantes, maestras, empleadas en la hilatura de algodón, campesinas, vendedoras en los mercados, enfermeras, guardias rojas o simplemente, rostros capturados por la calle. Todas llevan el pelo recogido en trenzas o muy corto, visten, cuando no trajes Mao, similares pijamas sencillos de algodón, amplios y abotonados para ocultar sus cuerpos y por supuesto, sin joya alguna o maquillaje. Encarnan los valores que el Antonioni locutor atribuye a la juventud revolucionaria, “el pudor, la modestia, el espíritu de sacrificio” y sin embargo a casi todas ellas logra arrancarles un poso de coquetería, de secreto flirteo. Con cada mujer desconocida, en Pekín, en Henan, en Nanjing o en Shanghái, las distintas etapas del rodaje, la cámara aguanta el primer plano hasta que descubren que son miradas, incluso más. Con muchas de ellas, insiste, sigue filmando, las persigue entre la multitud, pese a su evidente intento de esconderse. Comprensible porque probablemente, en el aislamiento del mundo exterior de entonces, muy pocas han tenido ocasión de ver antes a un laowai y mucho menos de ser filmadas. ¿O debería decir de ser perseguidas, acosadas, desnudadas, por la cámara- ojo- voyeur de Antonioni?
Exagero, probablemente. Ninguna de las furibundas denuncias que se desataron en China contra el documental ataca ese aspecto, entre tantas otras ofensas como se le atribuyeron. Por otra parte, qué occidental no mira a las mujeres chinas, no siente que su mirada se desvía cuando tropieza, entonces como hoy, con tantas bellezas orientales por la calle. Exóticas, además, para nuestros cánones. Yo las miro. Las pieles increíblemente blancas en contraste con el cabello oscuro, el talle que parece imposible de tan delgado y fino, esos rostros lunares que por inexpresivos apenas dejan adivinar sus emociones. No sólo es consecuencia de mi soledad. Como los de Antonioni, camino del trabajo o en mis paseos, mis ojos suelen irse tras las shanghainesas, admirativos, escrutadores, muchas veces sin proponérmelo. Las espío. En los restaurantes, mientras se llevan elegantemente a los labios diminutas porciones de comida atrapadas entre los palillos, como garzas altivas que sólo se alimentan picoteando; en las calles, sobre sus bicicletas y motos eléctricas, sosteniendo el paraguas bajo la lluvia y sujetando el manillar con una sola mano, sin precisar de más esfuerzo que balancear ágilmente el cuerpo para sortear el denso tráfico; mientras caminan simplemente, en el vértigo diario de una ciudad de veinte millones de habitantes, absortas en pensamientos que no parecen ser de este mundo, o al menos desgraciadamente no del mío. Al revés que en Chung Kuo, el cruzarse conmigo no les despierta inquietud ni interés, porque no llevo cámara y aunque la llevara, todo el mundo está acostumbrado en el Shanghái de la Expo a tropezarse con laowais, muchos de ellos armados con artefactos digitales, a la caza de imágenes. También debe influir el que ya no soy joven. Por eso no me ven, aunque vaya uno a saber qué es lo que ven esos ojos rasgados que parecen tener sus campos propios de visión, sutiles y esquinados, indescifrables para el occidental.
Incluso dormido las persigo; la otra noche, mientras una tormenta hacía repiquetear furiosas gotas contra la ventana, me desperté en medio de un sueño. En él también llovía y sorprendido en mi paseo, corrí por el jardín para refugiarme bajo la pagoda del estanque. No era el único. Una mujer envuelta en un impermeable blanco también había buscado protección allí. Sus botas de agua blancas se veían embarradas y el agua chorreaba por sus cabellos y su rostro. “Estás empapada”, quise decirle y al mismo tiempo ofrecerle la toalla que extrañamente sostenía en mis manos, para que se secase. Pero no encontraba las palabras en chino. La mujer se rió, su risa era agradable y seductora. ¿Se reía porque no tenía el menor sentido que yo hubiese salido de paseo con una toalla o porque la toalla era una invitación a algo más? Comenzó a desabotonar su impermeable. De arriba abajo, lentamente, lo suficiente para mostrarme una piel aún más blanca que el plástico que la cubría; y desvelándome también que no parecía vestir ninguna otra prenda (Fue sólo un sueño. Más allá de la usurpación de botas e impermeable, desde esa combinación de fantasías y detalles vividos que en las construcciones oníricas suele darse, la mujer nada tenía que ver, naturalmente, con la señora Jía ni con ninguna otra que conociese. ¡Tantas mujeres desconocidas de Shanghái, entrevistas durante mis paseos diurnos, perturbaban mis noches! Aunque pese a su edad y su condición de casada, pensé al despertarme, también hubiera tenido derecho a ser reivindicada como objeto de deseo en un sueño, en compensación por las infidelidades públicas de su marido).
El final es desconcertante, como en muchas películas de Antonioni. Tanto como para volver a preguntarse en que estarían pensando los dirigentes del Guo´anbu de la época, aquel Kang Sheng que lo fundó, tan celebrado por su astucia, para invitar a hacer un documental sobre la Revolución Cultural a un cineasta como el italiano. Es verdad que no filmó juicios populares, ni linchamientos, ni condenados con carteles acusatorios, orejas de burro y capirotes, pero tampoco se le detecta verdadera pasión por los logros revolucionarios. En cualquier caso, qué podían esperar. ¿O es que nadie se tomó la molestia de ver previamente sus películas? Por entonces a los 59 años ya las había estrenado casi todas, incluida Zabriskie Point, que tenía por tema a la juventud rebelde en los Estados Unidos, revolucionarios a su manera, ni modestos ni disciplinados como los chinos, porque se pasaban la película fumando porros, haciendo el amor o robando avionetas para pintarlas con psicodélicos colores y alucinar volando en ellas. ¿Acaso les despistó el título de su film más premiado, El Desierto Rojo, ignorantes de que contaba las obsesiones de una neurótica mujer burguesa y no una epopeya revolucionaria?
El final de Chung Kuo desconcierta, aunque tampoco fue objeto de una especial denuncia en las listas de agravios que dazibaos y prensa publicaron a lo largo de toda China. Quizás porque según como se interpretase podía desembocar en una ofensa demasiado impensable, inconcebible, por revisionista que fuese, en un intelectual europeo. En pantalla, la cámara se adentra en un teatro cualquiera de Shanghái y en plano fijo va mostrándonos como se van llenando las butacas. Después enfoca al escenario y durante veinte largos minutos asistimos a los distintos números de acrobacia que sobre este se suceden. Saltimbanquis, trapecistas, funambulistas y todo tipo de maestros del equilibrismo con platos, botellas o porcelanas. No es que lo ejecutantes no sean virtuosos. Los acróbatas chinos son famosos en el mundo entero y el público local parece también disfrutar mucho. Dura demasiado eso sí, pero sobre todo no se entiende qué significa ese final. Un final abierto y enigmático, tan del gusto del autor de El Eclipse o La Aventura. Los números circenses terminan, los artistas salen a saludar, agradecen los aplausos, cae el telón en el teatro y se acaba el documental. Sus espectadores también nos levantamos, preguntándonos por el sentido de semejante conclusión para las cuatro horas de viaje por China. ¿Será posible que nos esté insinuando que la Revolución Cultural, o más concretamente las escenas que cuidadosamente le prepararon para que las filmase, las universitarias que desfilan marcialmente con sus azadones, los niños cantando himnos revolucionarios en la escuela, los guardias rojos serviciales, las beatíficas y unánimes asambleas, las fábricas y los mercados modelo, el omnipresente culto a Mao, podrían ser comparadas a una función teatral, o peor aún, a un circo? Pero por entonces, ni alguien como Antonioni se hubiese atrevido a llegar tan lejos.»
Un jardín en Shanghái (págs 205-210)
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