Hablábamos mucho por teléfono, iba a verte a Llofriu, la última vez en mayo, una primavera que volvía a ser lluviosa tras dos largos años de sequía, el tiempo que llevábamos en Barcelona. Nos habíamos mudado por el trabajo de Eva, lo que incluía la oportunidad de vernos con mayor frecuencia, como en tu etapa madrileña. Aunque después no fue tan fácil, porque aunque tus hijos siempre estaban pendientes, los años reducían tu autonomía, tu independencia, ese haber hecho con tu vida lo que te dio la gana, que fue el tema de tus palabras en la fiesta por los noventa. Orgulloso balance, que el Dios de la culpa que tenías a gala no haber sentido, se esforzó en amargarte enviándote luego una plaga tras otra: la caída en Pamplona, los dolores, las pastillas para calmarlos cada vez en dosis más fuertes, las dificultades para andar que combatías en las pasarelas que te construyó Loris bajo el molino de Llofriu.

Habíamos estado poco antes un largo fin de semana, pero aquel jueves ya era evidente que celebrabas uno de tus últimos actos públicos (El último me pilló en Madrid, la presentación de Un legado, así, un título aún más desafiante, como si a los mortales nos fuese concedido fijar nuestra memoria tras la muerte) Aquel fue mucho más modesto, la entrega de diplomes al mèrit ciutadá que el ayuntamiento de Palafrugell otorgaba a vecinos que destacaban en el ámbito cultural. Te acompañamos en petit comité, tú en la silla de ruedas, con el pañuelo azul de las grandes ocasiones al cuello, yo un poco dolido de que el homenaje lo compartieras con otros cinco a quienes, por desconocidos, atribuía menores méritos.

Me equivoqué. Llegamos al museo del Suro, yo rumiando lo de que nadie es profeta en su tierra, y allí mismo recibí tu última lección: la de que con artistas y escritores, más que los logros o la fama, lo que importa es la inspiración, la originalidad y  la autenticidad, de lo que hubo con creces sobre aquel escenario. En tu caso, si Anna y Mariona habían temido algún patinazo neuronal, tu intervención fue como una ola que iba y venía y cuando parecía que perdías el hilo, terminabas recuperándolo, con tu poder de seducir audiencias aún en forma. Tus compañeros no te desmerecieron y eso que al subir al estrado se hacía evidente lo mucho que Palafrugell había tardado en daros aquel reconocimiento y hasta el alcalde vaticinó que, de esperar un año más, alguno no estaría para recibirlo. Quien más papeletas reunía, a sus 103, era una profesora de danza que tuvo que enviar a una representante, y los demás se comportaron como indómitos hijos de la tramontana.  El  sabio y tímido pintor que se quedó en silencio sobre el escenario y al final solo dijo: “els meus quadres parlen per mi». El que se perdió  con la emoción evocando su infancia en Torroella de Montgrí, lo peor cuando te premia un pueblo, hablar del de al lado, tanto que la concejala tuvo que subir, con respeto, eso sí, para llevárselo. El colofón fue el último, tocado con txapela, voluminoso y tambaleante, subiendo con dificultad al escenario, donde se arrancó con un “Sooooc…” interminable, prolongando el suspense hasta que logró declararse tartamudo.  Aún cortocircuitadas, sus palabras fueron una declaración de amor a la cultura, al arte al que seguía dedicando su vida y ya de paso a la “senyora” a la que acababa de escuchar, así te llamó, a quien había admirado siempre desde lejos, sin tener oportunidad de decírtelo.

Flotaba en el ambiente una sensación de última vez, de reconocimiento casi póstumo y para quitármela, apenas acabado el acto, empujé tu silla de ruedas hasta él y os dejé en difícil diálogo, con esa disponibilidad que siempre demostrabas frente a la gente más sencilla. Esta vez en tu pueblo, después de tantos pueblos y ciudades y tantos países recorridos, más entregada y divertida cuando más surrealista la situación. Pensé en Dalí, en Duchamp y vuestras partidas silenciosas de ajedrez en Cadaqués, en Pla y hasta en Tom Sharpe, que no sé si llegaron a tiempo de ser reconocidos personas destacadas de la cultura de Palafrugell. Tú, sí y aunque imagino que nadie colgará ese diploma en tu cuarto de baño, junto a la Legión de Honor, los premios literarios y el título de Filosofía y Letras, ya, a estas alturas, “que nos da a ti a mi”, el latiguillo sacado de las bodas de Canaán con que te reías de mis agonías por las inercias de la Biblioteca o cuando algún volcán de Centroamérica se nos quedaba sin explorar.

 

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