1976: cumplía yo veinte años y Franco uno muerto cuando escribí esa fecha en la traducción que aún sigo leyendo de Howl (Aullido) de Allen Ginsberg, publicada en Barcelona por Star Books, referencia en el reducido mundo underground de entonces. Cuarenta y tres años después me hago con un facsímil de su primera edición en San Francisco, nada menos que en City Lights Books, la editorial-librería que aún sigue abierta, como continúa vivo quien se atrevió a editarlo, el hoy centenario Lawrence Ferlinghetti. ¡Cómo nos impactó Aullido entonces! Un país todavía bajo el peso de la censura, aunque la censura siempre sabe apañárselas para persistir: hoy, con la justificación de lo políticamente correcto, quién sabe si Ginsberg se vería otra vez ante un tribunal, como ocurrió en la California de 1956, o si lo lincharían en las redes sociales por la obscenidad de su lenguaje. Un delito del que el clarividente juez Clayton Horn lo absolvió en un juicio histórico, echando mano de un argumento tan necesario hoy: “¿Podrían sobrevivir la libertad de prensa o de expresión si uno se ve obligado a reducir su vocabulario a inocuos y vacuos eufemismos?”
En pleno Chinatown, City Lights se ha convertido en santuario Beat, con sus estanterías-altares repletas de libros de Bukovski,Kerouac, Burroughs, vacas sagradas de nuestra contestaria juventud que además de nostalgia, nos provocan incomodidad. Vista la envergadura de semejantes escritores, ¿podríamos concluir que en aquella época atrasada, con la televisión aún en pañales, sin redes sociales ni internet, la creación era más libre y arriesgada que hoy? Una hipótesis deprimente desde la perspectiva del progreso y además nosotros ya estamos agotando los días en San Francisco, a punto de empezar una tournée de casi dos semanas, en busca de paisajes, no de hipótesis. On the Road, sí, echándonos al camino, no como autoestopistas ni de polizones en trenes, sino, con perdón de Jack Kerouac, en coche de alquiler y reservando en Booking y AirBnb.
Napa y Sonoma son una obligada primera etapa. Dos valles al otro lado del Golden Gate, con condiciones tan idóneas para el cultivo de la vid, que hoy encabezan el ranking mundial del vino. Cerca de mil bodegas, destino de fin de semana de los capitalinos con posibles, que van de una a otra haciendo catas, fingiendo distinguir las distintas calidades del Pinot Noir, Cabernet, Malbec o Sirah. Como nos proponíamos hacer nosotros, de no interponérsenos nuevos reclamos literarios por el camino. Robert Louis Stevenson. ¿Qué pinta en Napa el gran escritor escocés de salud tan frágil como para arriesgarla en libaciones? Lo cierto es que aquí pasó su luna de miel en el verano de 1880, tras haber recorrido más de diez mil kilómetros para casarse con la recién divorciada Fanny Osbourne, más tarde compañera en Polinesia y los Mares del Sur. Entre las bodegas de Napa han abierto un museo con todo tipo de miscelánea sobre él y su obra, en el que ya sabía que no incluirían mi ejemplar de El diablo de la botella, editado por Alianza en 1979, cuento que por entonces me sabía de memoria, mi favorito, con perdón de Jekyill y Hyde.
El valle de Sonoma, más tranquilo y secreto, nos sorprende de nuevo en vez de con sus vinos, con otro autor totémico de mi adolescencia. Resulta que Glen Ellen, pequeña aldea de una veintena de casas, alberga la última morada de Jack London, este sí nacido en San Francisco. En realidad, sus ruinas, porque tras invertir en ella todo el dinero ganado con sus libros, que fue mucho, la casa ardió por completo en 1913. Sin reponerse por el golpe, el autor de Colmillo Blanco y La llamada de la Selva, falleció tres años después y frente a la casa destruida está enterrado. Tumba que no pudimos visitar, porque cuando llegamos ya habían cerrado el acceso, quedándonos sin saber si a pesar de la adversidad, fue capaz de dejar escrito un epitafio tan alegre como el de Stevenson en Samoa: “Bajo el inmenso cielo estrellado, cava mi tumba y déjame yacer. Contento viví y contento muero…”.
Entre los escritores de mi adolescencia nos adentramos en la Sierra Nevada, la frontera de California con el resto de los Estados Unidos, barrera que protege su clima privilegiado y salvaguarda su excepción de Estado liberal frente al conservador desierto al otro lado. Aquí fue donde se encontró el oro, en los afluentes del American River, originando el tumultuoso éxodo que blanqueó en un abrir y cerrar de ojos California de sus orígenes indígenas e hispano-mexicanos. En menos de diez años se perforó la tierra, se dinamitaron los ríos, se construyeron y abandonaron ciudades en medio de la nada y lo mejor es que todo continua ahí, casi tal como era, porque los febriles mineros ni siquiera se molestaron en llevarse sus cosas cuando los filones se agotaron. En la Gold Empire Mine, junto a Nevada City, aún se respira el aroma del salvaje oeste, pero sobre todo el de la codicia humana, y en el abandonado pueblo de Bodie, que llegó a tener diez mil pobladores, lo rápido que se desinflan las voluntades cuando el reclamo se desvanece como un fantasma.
Por la Sierra Nevada, casi por todas partes, deambula el de Mark Twain, que se estrenó de periodista por sus pueblos mineros y hasta ejerció de tal, precisamente donde escribiría su primer éxito literario, un cuento corto sobre un minero apostador de ranas saltadoras en Calaveras County. Otro gran escritor de aventuras, culo de mal asiento como el resto de los que pulularon por California. Aunque también inclasificable, maestro de la sátira y a la vez precavido, como para postergar en el tiempo la publicación de sus libros más heterodoxos: no fue hasta 1962, medio siglo después de su muerte, que su hija autorizó la publicación de Cartas desde la Tierra, crónica de un exiliado Lucifer a sus colegas del infierno sobre una estancia en nuestro planeta, haciendo burla de la inverosímil religión inventada por los humanos. Un libro con el que no paras de reírte, pero que te sacude, tanto o más que Aullido, si uno lo lee entre London y Stevenson, en plena crisis de fe a los catorce años. En la edición argentina de Galerna de 1968, que aún conservo como un tesoro, prohibida en una España donde tanto se publicaban Las aventuras de Tom Sawyer o Huckleberry Finn.
En lo más alto de la sierra, dos lagos que no pueden ser más diferentes, dos joyas de la naturaleza. El gran lago Tahoe, rodeado de bosques de pinos y abetos, el de mayor altitud de Estados Unidos, destino de vacaciones acuáticas en verano y de esquí en invierno. A casi unos doscientos kilómetros, Mono Lake, acuífero salado y desolado, en cuyas riberas nada crece ni en sus aguas otra vida que algas, moscas y pequeños crustáceos. ¿Adivinan qué lago se les cedió a los indios como reserva?
Por lo menos aquí no hay casinos, pese al derecho a abrirlos, casi el único que les dio el hombre blanco, y en el apartado Mono Lake tuve mi primera experiencia piel roja, una esbelta muchacha en pantalones cortos y camiseta que atendía la información turística. De la nación Paiute para ser preciso, con un color de piel de una belleza desconocida. Entre morenísima y mulata, pero a la vez anaranjada por el sol y perdón por la torpe descripción, sin más antecedentes que Karl May, lectura compartida con mis hermanos en la infancia, escritor alemán que nunca vio un indio y hasta edad avanzada no viajó a Norteamérica, pero que se inventó a Winnetou, apache literario que soñábamos más real que la vida.
Yosemite es la joya de California e imagínenselo en pleno agosto. Aun así tuvimos la suerte de encontrar hueco en una de las tiendas que el propio parque nacional ofrece y recorrer con calma un valle glaciar único que parece la huella de un gigantesco meteorito y es simplemente obra del agua. Tan poderosa como para partir en dos el Half Dome y dejar aplomado el Capitán, dos paredes míticas entre los escaladores. Yosemite está plagado de advertencias sobre los osos y como en Estados Unidos siempre te dan lo que prometen, una osa vimos, con dos oseznos, aunque en lugar de retirarnos como recomendaban, corrimos tras ellos en busca de esa foto sin la cual hoy no existe experiencia posible, sin una prueba gráfica que la acredite. Y en Yosemite nos fotografiamos bajo los sequoias gigantes, tan impávidos y verticales, algunos con más de mil años, de ese color cobrizo que comparten los indios, igual que la paciencia frente al tiempo que llevan confinados en sus reservas, transformados de nómadas en sedentarios, mientras mis escritores favoritos erraban a su antojo.
Big Sur es un lugar geográfico bastante difuso, como lo es la novela del mismo título que escribió Jack Kerouac. En ella básicamente todo vuelve a girar en torno a Neal Cassady, como On the Road y Aullido, un héroe trotamundos guapo a morir, objeto de deseo de homos y heteros, porque nada atrae más a un escritor que un hombre de acción, como a estos tener cerca un biógrafo. Neal Cassady puede considerarse un referente de toda la generación Beat y Big Sur, su carretera de referencia, la highway nº 1, que corre entre la montaña y el Océano, entre acantilados de vértigo y envuelta casi siempre en niebla. Con dos hitos en sus extremos, el extravagante palacio que se hizo construir en Cambria, William Randolph Hearst, con sus torres estilo entre la Giralda y el Pilar, y el pueblo de Carmel, donde fue alcalde Clint Eastwood, lo que nos hacía esperar algo mejor que una urbanización de millonarios pijos, con el metro cuadrado más caro aún que San Francisco. Salinas, la ciudad de Steinbeck, queda ya fuera del Big Sur, estrecha franja de montaña y bosques colgados sobre el mar, donde se cuenta que hoy esconden mansiones las más misántropas estrellas de Hollywood.
Antes, sólo lo hacían los escritores, en cabañas mucho más pobres, como la de Henry Miller, que pasó en Big Sur largas temporadas entre 1944 y 1962, aunque la propiedad ni siquiera era suya sino de un amigo pintor, que ahí sigue, convertida en modesta biblioteca, sorprendiéndonos en plena curva de la carretera. Henry Miller fue otra lectura iniciática de nuestra adolescencia con sus dos Trópicos turbadores, absueltos en su juicio por obscenidad gracias al precedente que estableció el juez Horn en el de Ginsberg.
Llegado ya el final, qué mejor que mirar al Pacífico, que en estas latitudes es un océano bravo y neblinoso que hierve de vida, sea de pájaros, peces o de mamíferos marinos. Alcatraces, pelícanos, cormoranes, nutrias, focas, lobos y elefantes de mar. Entre ellos surfistas, embutidos en trajes de neopreno para combatir las aguas frías que junto a las corrientes y la brisa heladora complican mucho el baño incluso en pleno agosto. El clima, más al norte, nada tiene que ver con el de Los Ángeles, como demuestra el dicho atribuido a Mark Twain: “No recuerdo un invierno más frío que un verano en San Francisco”. Pese a todo, nos atrevimos. En busca de un final a la altura nos embarcamos en una de las travesías que salen de Morro Bay con el reclamo de avistar ballenas. No era la mejor estación ni el mejor día, el Pacífico parecía cualquier cosa menos calmado, para colmo había niebla. Durante cuatro horas el pequeño barco dio bandazos entre cada vez más grandes olas, persiguiendo infructuosamente en alta mar el rastro de alguna. Para cuando el tripulante que intentaba animarnos con la banda sonora de Indiana Jones, dio el aviso, ya había vomitado la mitad del pasaje y el resto maldecíamos, agarrados como podíamos, al tozudo capitán, empeñado como buen norteamericano en no regresar sin conseguirnos lo prometido.
“¡Por allí resopla!”; y así fue. Primero fue el surtidor de agua, luego el morro de la ballena jorobada emergiendo del mar y la despedida de su cola. En medio de la niebla, el capitán apagó el motor y aunque los bandazos se multiplicaron, tan sólo teníamos ojos para ver emerger las ballenas, anunciadas por el revoloteo de gaviotas y los lobos marinos que saltaban alimentándose en el mismo banco de peces. “¡Por allí resopla!”. ¿Cuántas eran? Tres en opinión del tripulante, que salían una y otra vez a respirar. Lo grisáceo del mar y de la niebla, daban a los avistamientos un tinte de aventura en blanco y negro y cuando aparecieron los delfines, saltando entre las ballenas y las focas, ya sólo nos faltaba escuchar el traqueteo de la pata de palo de nuestro capitán, para sentirnos dentro de otra novela. Moby Dick. Aunque que se sepa, Melville, que era de Nueva York, no estuvo nunca en California.
Muy entretenido, más literario y con más aventuras, no sabía que Stevenson había pasado por allí.
Una deliciosa crónica para viaje tan literario. Tiene la ventaja, además, de satisfacer a temperamentos opuestos: por un lado, para los más perezosos, nos permite viajar con la imaginación y recorrer ese mismo itinerario sin mayor esfuerzo, lo cual no es poco; para otros, los más inquietos, seguro les abrirá el apetito de quererlo repetir, esta vez de primera mano. Enhorabuena.
Hello.
Goodbye
Gracias por esta ventana abierta a la aventura, los escritores y algunas de nuestras lecturas adolescentes y juveniles. Me ha dado mucha envidia el viaje y la crónica. Tengo que llevarte a conocer el pequeño bosque de sequoias cerca de mi aldea y recordar entre sus árboles otras lecturas imprescindibles. Prometo gin-tonic a la vuelta. 🙂