Releo “El mono desnudo”. En 1968, demasiado pequeño para el Mayo francés y hasta para el Revolution de los Beatles , mi subversión consistió en devorarlo a escondidas, porque de haberlo llevado al colegio en la hora de lectura, ya sólo por el título, me lo habrían confiscado. Precisamente el mismo ejemplar, de la primera edición de Plaza y Janés, con el que he vuelto a encontrarme entre los libros de mi padre.
“Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a si mismo el nombre de Homo Sapiens. Es un mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario y ya es hora de que estudiemos su comportamiento básico…” Así comienza la obra, subtitulada “Un estudio del animal humano”, que el zoólogo Desmond Morris había publicado un año antes, alcanzando casi de inmediato éxito mundial, cuya tesis central consistía en que además de descender del mono, en lo tocante a los impulsos básicos, seguimos comportándonos casi igual.
Pongámoslo en contexto: en la España de entonces, para el preadolescente que yo era, que un científico de prestigio viniese a demostrar que la sexualidad era perfectamente natural, expresión del animal que somos y no producto de deseos impuros, como los curas nos vendían, no podía resultar más liberador. Porque de sexo, El mono desnudo hablaba bastante:
Esa rara y floreciente especie… se muestra orgullosa de poseer el mayor cerebro de todos los primates, pero procura ocultar la circunstancia de que tiene también el mayor pene…”
Para qué nos había dotado, Dios o la evolución, de semejante miembro, era un descubrimiento que palidecía frente a otras peculiaridades del cuerpo de las chicas cuya razón de ser explicaba el libro: el que sus partes íntimas, que ni soñábamos todavía explorar, eran el resultado de un proceso evolutivo que había llevado a los primates bípedos a trasladar sus reclamos eróticos desde el trasero, como es común en los cuadrúpedos, a la parte frontal. ¡Tan perturbador que sus labios, únicos de la especie humana por lo carnosos y prominentes, sin otra utilidad que besar, fuesen una trasposición de la vulva! O que sus tetas en desarrollo no crecían para la lactancia, sino, como las nalgas del babuino, como reclamo para la jodienda…
“Fantasías erótico-científicas”, las despacha hoy Adam Rutherford, divulgador científico de la BBC que, cincuenta años después, no es muy complaciente con Morris: “¿Qué los pechos sustituyeron al culo como señal sexual cuando nos volvimos bípedos? Es como decir que tenemos dos piernas para que encajen en el pantalón”. También el feminismo contemporáneo cuestiona sus teorías, aunque a mi siguen pareciéndome bastante sugestivas y hasta como fantasías, más honestas que las transhumanistas de Harari.
Dicho lo cual, en realidad, poco me importa lo cuestionable que para la ciencia pueda ser, porque lo que yo he buscado en sus páginas es reeconcontrarme con el aire fresco que supuso en mi adolescencia, realizando un doble viaje en el tiempo, al Holoceno de la humanidad y al mío particular. Compañeros de generación, os lo recomiendo. Un librode los que dejan huella y no sólo a mi; si hasta Ben Garrod, reconocido primatólogo aún por cumplir cuarenta, un chaval a mi lado, describe como nadie la nostalgia que deja releerlo: “El mono desnudo es como un viejo amigo con el que he crecido, comprendiendo que ya no es tan perfecto como una vez pensé, con doce años”. Lo suscribo. Yo tenía 13.
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